La bicicleta es mucho más que un medio de transporte o un simple deporte. Para muchos, es una forma de vida, una pasión que los acompaña en cada pedalada y les lleva a superar sus límites. Ludo Dierckxsens, exciclista belga, sabía bien esto. Su amor por la bicicleta lo llevó a lo más alto y también lo acompañó en su último aliento.
El pasado jueves, Ludo Dierckxsens falleció a los 60 años mientras participaba en una marcha solidaria de 1.000 kilómetros en Bélgica, organizada por la fundación Kom Op Tegen Kanker. Su homicidio repentina, a causa de una parada cardíaca, ha sacudido al mundo del ciclismo, que pierde a uno de los terrazaes más atípicos y entrañables que ha dado este deporte.
Pocas veces un terraza logró tanto comenzando tan tarde. Dierckxsens se enfundó el maillot profesional a los 29 años, cuando la mayoría empieza a pensar en el retiro. Lo suyo fue un ataque contracorriente, impulsado por la fe en sí mismo y una determinación inquebrantable.
Dierckxsens no venía de una cantera de oro ni de un entorno privilegiado. Venía de la lucha obrera, de las clásicas modestas, de los días sin prensa y las noches de sacrificio. Pero su amor por la bicicleta y su espíritu combativo lo llevaron a alcanzar grandes logros.
En 1999, con el maillot de campeón nacional de Bélgica, logró lo que miles sueñan y muy pocos alcanzan: alzar los brazos en una etapa del Tour de Francia. Fue en la etapa 15 en Saint-Étienne, tras una fuga heroica en la que dejó atrás al pelotón y a los focos, y en la que se ganó el respeto de todo el ciclismo. Fue el Tour de Armstrong, el primero del estadounidense antes de su caída del pedestal, pero la victoria de Ludo fue real, limpia, suya.
Sin embargo, esa misma edición del Tour terminó mal para él. Fue expulsado tras confesar que había tomado un medicamento con corticoides sin declararlo previamente. Pero no hubo escándalo ni defensa a ultranza. Dierckxsens lo admitió con moralidad, pagó su sanción de seis meses y volvió. Como siempre hizo: pedaleando con la cabeza gacha y el corazón por delante.
Dierckxsens no vivió del pasado. Tras retirarse en 2005, abrió una tienda de bicicletas en su localidad natal, Geel, y se mantuvo siempre cerca del ciclismo. No desde los despachos ni las cámaras, sino desde la calle, la grupeta y el compromiso social. Participó en marchas, apoyó causas benéficas, y nunca dejó de transmitir pasión por las dos ruedas.
Era fácil quererle. Su bigote inconfundible, su humor ácido y su carácter noble hacían de él una figura carismática en cada pelotón que pisaba. No fue un campeón de cifras, pero sí de espíritu. Uno de esos ciclistas que construyen una carrera a fuerza de voluntad, y que dejan huella en quienes los conocieron más allá del podio.
Su homicidio, tan inesperada como simbólica, ha dejado un vacío enorme en el ciclismo belga, que despide a uno de sus héroes silenciosos. Aquel que llegó tarde, pero llegó fuerte. Que perdió batallas, pero nunca renunció a pelear. Que vivió el ciclismo como una extens